Ayotzinapa 9 meses

Posted On 27 junio, 2015 By In corresponsalias, Nacional With 1888 Views

Historia forzada: o de la desaparición de la Justicia.

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Corresponsalía y Opinión de Samuel Mexi, a 9 meses de la desaparición forzada de 43 estudiantes en Ayotzinapa, Guerrero.

La historia la escriben los vencedores, y hay que decirlo, en México al pueblo, el vencido en muchos aspectos, le siguen dictando el mismo capítulo de desaparición y muerte. Desde la guerra sucia iniciada en los últimos años de la década de los sesenta o quizá mucho antes, allá en los pasajes fratricidas de la institucionalización del México moderno, hasta nuestros días, en los cuales el país entero yace convertido en un campo de batalla para el crimen organizado y las fuerzas militares de los gobiernos –indistinguibles entre ambos-, las consecuencias antes y ahora se ven reflejadas en un resultado común, el costo en vidas humanas. Costo que redunda además en cifras ignominiosas, de las que contrario a lo que pudiera parecer, un mero juego de números y estadísticas en las peroratas de políticos y funcionarios, de ellas no es posible reducir, bajo ningún método matemático o discursivo, el sufrimiento de las madres, hijos y hermanos de las víctimas por desaparición forzada u homicidios sin resolver; quienes sólo han de encontrar alivio en la verdad, que sea no el limitarse a señalar frívolamente a unos cuantos responsables, sino en el desmantelamiento del sanguinario ajedrez del que nos han hecho peones.

Y es que develar la intrincada maraña en que se resuelven las formas de opresión es un primer paso hacia la justicia, hacia el carácter liberador que posee; por una parte conocer bien a bien el porqué de que hoy en día no tengamos una cifra real o verosímil de mexicanos desaparecidos, o el porqué de lo monstruoso de hablar en aproximación de más de treinta mil -la desgracia de cualquier número no es poca-, y aun más, cuestionar el terror como síntoma de qué, es un primer paso para estar en aptitud de juzgar sobre lo inmediato, sobre lo que nos salta a la cara sin contención, para después buscar el origen sus en formas más domesticas de control social. Ignorar las causas de uno o de otro resultado –primario o consecuente-, por su parte, afianza el clima de impunidad y nos abandona a la injusticia, no conocer o no estar dispuestos a ver el copioso entramado de intereses que se urden detrás del asesinato de un paisano en el marco de la denominada “guerra contra el narcotráfico” es aceptar la mentira de una versión oficial que a lo sumo logrará ser verdad legal, y que en esos términos también actúa como discurso-soporte para el Estado criminal.

Así pues hablar de la violencia intrínseca en las relaciones de producción, pasan a un segundo plano, bien porque dicho trauma al ser asimilado bajo la carácter ideológico del Estado democrático moderno, los anhelos de desarrollo económico y, el edulcorante en que se expresa la sociedad de consumo, tanto la explotación o enajenación del trabajo, como la precariedad de satisfactores económicos elementales, se vuelven una inopinada forma de vida para la mayor parte de la población, mientras que para el resto es aceptable como una irremediable condición de clase (Zizek 2001). Es entonces que para los ojos de la sociedad cautiva lo que realmente vale como violencia, tiene lugar bajo una forma más brutal, sanguinaria incluso, hasta menos filosófica podría decirse. La violencia existe solamente bajo el palpable dolor de la guerra. Frente a este escenario estamos hoy parados y aun así, ante esta grotesca expresión de la violencia, de entre los afectados, que en suma somos todos, hay quienes prefieren aceptar una sola versión de los hechos, una historia a fuerza del terror; son ellos quienes sin una pregunta compran una respuesta, para poder asimilar el agravio sin atentar contra la estructura ideológica en la que se sienten complacidos. Pero están también los que admirablemente, desde el dolor han renunciado al miedo, ese se lo han tragado y han opuesto el orgullo del combatiente.

Así lo han hecho las Fuerzas Unidas por los desaparecidos, así lo han hecho los padres del Ayotzinapan furioso, tampoco cesa esta Casa en la exigencia de la presentación de nuestros hermanos; se ha negado pues, si bien con hambre de verdad, cualquier versión que las autoridades tilden de oficial, pues ésta resulta ser sinónimo de acomodaticia, exigimos la verdad que incomoda, la que destruye prejuicios y pone de cabeza la mentira del gobierno. En lo reciente es señalable la forma en que el anterior titular de la Procuraduría General de la Republica se refirió a la versión, que de los hechos del veintiséis de septiembre de dos mil catorce, estaba consignada en la averiguación previa al reputarla como “verdad histórica”, pues tal calificativo no es sino una ansiosa pretensión por asirse de un cabo de legitimidad desde el discurso y no a través de las pruebas –que tambalean frente a las opiniones de la comunidad forense independiente-, pues en el derecho tal concepto de verdad es por demás utópico, siendo sólo asequibles en la práctica los términos de verdad legal o procesal, y hasta en tanto no sea fallada por un tribunal. Al final del día la procuraduría en su cinismo falla desde la ciencia forense hasta la filosofía del derecho, evidenciándose el intento de simulación.

Pero a qué va la simulación, qué es lo que encubren y a través de qué lo hace: la respuesta es un concepto que cumple un doble propósito, el de hacerse valer como objeto de la maniobra, y el medio mismo a través del cual se lleva a cabo el encubrimiento, hablamos pues del Estado de derecho como Estado legal y éste como limitante a la justicia -o concedamos el termino critico de Estado paleo-iuspositivista (Ferrajoli, 2001)-. Y es que si se dice tener las leyes, si se crean las instituciones para su cumplimiento, pero se mofa de los gobernados con la legalidad cual artimaña o ésta no sirve a sus fines últimos, entonces estamos ante la simulación de Estado; esta es la historia de México, un país con leyes pero sin justicia.

Aquí es necesaria otra pregunta como saeta, en qué parte del discurso del llamado Estado de Derecho, encontraremos justicia y en qué parte hemos de ubicarla más que como un valor ideal, como una función propia de la asociación humana; esto se deja de lado en cualquier pronunciamiento que haga parecer al Estado de Derecho como figuración monolítica, el concepto de Estado de Derecho ha servido para referirnos al sostenimiento de las categorías de autoridad, incluso para hablar de seguridad pública o paz social, mas nunca sugiere una función de justicia que valga para todos los horizontes de la vida social.

Frente a la vacuidad del Estado de Derecho, la toma de justicia cobra expresión en acciones que desafían el status quo de la legalidad, la justicia se vuelve un incansable proceso de búsqueda, corporizado en la afrentosa indagación del paradero de un desaparecido al margen de las autoridades; es el grito que acusa a quienes hacen oídos sordos tras un escritorio o una barandilla; en suma, es un expediente abierto para un país mutilado, sobre el que debemos de juzgar nosotros, los que no vestimos toga, los desnudos. Han ocultado bajo abstracciones inferiores la verdadera justicia, han disfrazado a los criminales últimos, y desaparecido a los rijosos, a los testigos, a los rebeldes, a los libertarios, a los comunistas, y a los inocentes, a estos últimos los entierran bajo el término de daño colateral.

Entonces ahí junto al Estado de Derecho, está la violencia de Estado para perpetuar un orden cuadrangular de legalidad, infranqueable, inmune a la protesta, monstruosamente más fuerte cuando la reprime; así funciona la violencia de Estado, tanto para detener o desarticular de manera directa todo intento de búsqueda de justicia, como para cundir el miedo y el temor en una sociedad de por sí ya cautiva, borrando toda posibilidad de movilización emergente. En nuestro país, éste avasallamiento del poder se ha enquistado en todos los niveles de gobierno, sin la exclusión de pertenecer a un mismo aparato de poder que encubre la violencia desde el momento mismo en que se pueda señalar como un acto u abuso de autoridad, o corrupción. Y es que cuando presuntos policías municipales, entran por la madrugada a un domicilio a sustraer al mayor de los barones de la familia que ahí reside, la figuración del Estado está ahí, en el amague con armas prohibidas, en los uniformes y las botas, en las insignias que ostentan impunidad, la violencia de Estado está también en una investigación varada.

La desaparición forzada, por su calificación especifica en cuanto al sujeto activo, posee una característica complejidad en su persecución, pues si el acometimiento de este delito de lesa humanidad tiene como presupuesto típico la participación de elementos del Estado ya en forma directa o mediante su aquiescencia plagiaria, desde una percepción generalista -como negársela a quien sufre el secuestro de un hermano por elementos policiales- resulta absurdo, que las pesquisas de los responsables estén a cargo del mismo aparato que concibió culposamente, o bien mediante un dolo oculto, el crimen contra un paisano y de quienes tras el viven buscándolo.

Esta conducta criminal pues, lesiona gravemente los supuestos de legitimidad de un régimen democrático, aun más cuando se tiene conocimiento certero de que el contexto en el que ocurre es el de una represión sistemática. La propia Corte Interamericana de los Derechos Humanos, se ha referido a la gravedad de la fenomenología que como delito de Estado tiene la desaparición forzada, pues advierte este organismo internacional, que el crimen de desaparición forma parte, en la mayoría de los casos –y México no ha sido una excepción- de un patrón sistemático aplicado o tolerado por el poder gubernamental. Esto ha sido relatado en el Caso Rosendo Radilla Pacheco, que desde 1974 tuvo que esperar treinta y cinco años para que un tribunal internacional reconociera que fue el Estado; fue el Estado quien llevo a cabo la desaparición de un campesino en un contexto de efervescencia política. Cabe además acotar lo vergonzoso que resulta, que nuestra historia, nuestra historia de dolor tenga que ser relatada por un tribunal fuera de nuestras fronteras, parece el colmo de todos nuestros males, que la jurisdicción de nuestra conciencia como pueblo no nos alcance para condenar con expeditéz a los gobiernos responsables de agresiones contra la población civil, y que por su parte se haga parecer a la justicia como un producto de importación.

Se ha dicho además, que el derecho a la verdad frente a un crimen de Estado, es un derecho colectivo, pero reflexionemos allí, si al referirse como derecho colectivo dicha corte habla de un prerrogativa que incumbe a la sociedad en groso modo, entonces dicho derecho no es una concesión sino una construcción que debemos ejercer quienes nos agrupamos en la búsqueda por la verdad, esa verdad que se nos oculta; la sociedad organizada no puede pedir al propio aparato criminal la clarificación de los hechos y que además se imponga las sanciones conducentes, la sociedad organizada, debe, crear las condiciones mismas para abrogar la injusticia que es la falta misma de una acusación formal al aparato gubernamental responsable del delito de desaparición forzada, como hoy lo sería la desaparición de cuarenta y tres normalitas de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos. Con esto no se quiere decir que absolvamos a quienes fungen el papel de autoridades, sino que las juzguemos a la luz de la historia, que las relevemos de la potestad de su cinismo.

El caso del veintiséis de septiembre ha alcanzado un aforo mediático de magnitudes insondables, la indignación, si bien no ha corrido como pólvora, pues no ha prendido en todos los sectores de la población de manera significativa, sí ha hecho aparecer para los menos, una idea, suficiente para cuestionar de fondo a todo el sistema político mexicano, “ha sido el Estado el responsable único de la desaparición forzada de cuarenta y tres jóvenes normalistas”, sí #FueelEstado. Entonces podemos decir que si el sólo hecho de que un crimen como la desaparición forzada de personas, es la primera muestra de que no existe un régimen democrático, o de que éste se viene abajo en sus supuestos constitutivos, corresponderá pues a la sociedad organizada restituir los valores democráticos que han sido lesionados, en desagravio de la soberanía popular, de la cual también se han burlado.

Esto no sucedió en el 68, nunca antes, tan amplios sectores de la sociedad mexicana han conocido de manera masiva y de forma inmediata hechos similares, en los que autoridades de distintos niveles de gobierno sean responsables de la orden y consentimiento de una agresión en contra de la población civil; no estaríamos hablando de una certeza acabada de los hechos sino de una amplia difusión de los mismos, en sus consecuencias más prontas el atentado en contra de la integridad física de jóvenes mexicanos, p. ej., ahora se tiene certeza sobre la masacre de Tlatelolco, pero cuántas personas se dieron cuenta del crimen el tres de octubre de aquel año. Hoy, nosotros nos hemos enterado del asesinato de trece personas (una de ellas con aterradores signos de torura) y la desaparición de más de cincuenta, al día siguiente a los hechos; es claro que no se ha guardado el mismo silencio de antes, el #FueelEstado es una resonancia que nos simbra de coraje.

Sin embargo, ante un crimen de Estado un pueblo no puede plantearse la justicia bajo el mismo orden en que hasta entonces se ha sustentado la conformidad social frente a las instituciones, es decir, la legitimidad; frente a un crimen de Estado, no se puede confiar en las investigaciones de un gobierno que puede ser señalado de responsable directo, así de absurdo es, como que el titular del ejecutivo haya designado a un comisionado centralizado dentro del ejecutivo para investigar un conflicto de interés en la compra de fastuosas propiedades por parte de la primera dama y un secretario de Estado, esto a un contratista favorecido en múltiples negociaciones dentro de gobiernos priistas -como antecedente el mexiquense-; aquí también cabe la percepción generalista, pues es visible el cinismo de la clase política frente a los cuestionamientos de la opinión pública, mismo cinismo con el que ha diseñado la estructuración del Estado mexicano, se revela pues la farsa de Estado.

Y es que una violación de esta naturaleza, como lo es la desaparición de los cuarenta y tres, es hasta una regresión al refinamiento del poder, desnuda la imagen del Estado moderno sobre la que se construye o hacia donde pretende dirigirse la sociedad actual, el aparato de dominación se lava la cara y muestra su verdadero rostro, el del despotismo más exacerbado y vergonzante.

Hoy está puesto el llamado para que salgamos con la palabra por delante a encontrar la justicia, a librar la historia, a cuestionar nuestra propia posición, reconocer hasta dónde nos ha relegado ésta forma de Estado, hasta dónde nuestra soberanía, cuánta es nuestra libertad de autodeterminación, el paraqué de la autonomía, hacía dónde nuestros derechos, cuándo la transformación de nuestras relaciones de producción. Un gran debate se está abriendo, y lo más alentador son los distintos foros en que hemos de encontrarnos, pues las resoluciones de cada uno de ellos serán voces a punto de actuar.

*Fotografía – Corresponsalía de Chubakai.

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