Europa, otra vez a las puertas de la barbarie.

Poco antes de que las tropas del III Reich entraran en Paris, Walter Benjamín contestaba a su amigo Theodor Adorno -quien le urgía para que abandonara con la mayor rapidez posible el Viejo Continente- con una carta en la que manifestaba con meridiana claridad su voluntad resistente: “¡todavía hay barricadas que defender en Europa!”. Las barricadas a las que se refería Benjamín estaban construidas, entre otros elementos, también con materiales intangibles, pero de gran resistencia: la razón dialéctica-o mejor dicho, la dialéctica de la razón- el amor al conocimiento y a la vida, el deseo de justicia y equidad, frente a quienes esparcían entonces por estas tierras los gérmenes malignos de la sinrazón y de la apología de la muerte. Basta recordar aquel grito macabro con que uno de los cabecillas militares franquistas- Millán Astray- quería acallar las tranquilas advertencias que les dirigía el genio ibérico, por boca de Unamuno, sobre la nula capacidad que tenían aquellos fascistas sublevados contra la democracia republicana, y ayudados por Hitler, para doblegar al sentido común: ¡Muera la inteligencia, viva la muerte! fue la violenta respuesta que aquel oficial de la legión dio al ya anciano don Miguel. Un feroz exordio de lo que le esperaría, poco tiempo después, a millones de habitantes del planeta. La atroz experiencia del fascismo iba a representar, además, la más brutal manifestación de la barbarie conocida hasta entonces en el Viejo Continente.

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Eisenstaedt- Cologne, 1934

Para el historiador italiano Benedetto Croce, el fascismo que asoló Europa desde los años 20 hasta 1945 fue simplemente “un mal sueño” un terrible paréntesis en la historia de la civilización. Tal experiencia constituía para Croce una excepción trágica en la progresiva victoria de la civilización contra la barbarie. Algo que no se repetiría jamás. Sin duda Croce, que fue un honesto antifascista, fue también un idealista entusiasta del “progreso” y de la “civilización occidental”. En su “historicismo absoluto” no cabía sino la victoria final de la libertad y de la civilización frente a la barbarie que representaba el fascismo. Triunfo que aparecía resplandeciente tras la caída del Berlín nazi en 1945.

Por suerte para Croce la muerte le llegó en 1952 -con 86 años de edad, y por lo tanto con el ciclo vital completado- y sin tener que llegar a ver como las potencias que habían derrotado al Eje Nazi-Fascista enviaban sus embajadores a la España de Franco desde 1953, o como su admirada Grecia, la cuna de la democracia europea, caía en 1967 de nuevo bajo las garras del fascismo y de la barbarie, y con el apoyo de la OTAN y por lo tanto de esas mismas potencias que se habían presentado como salvaguardas de la libertad y de la civilización occidental. La idea del progreso se tuvo que desvanecer entonces para miles de resistentes antifranquistas del interior y del exilio, y aparecería después triturada y convertida en un puré sanguinolento por los tanques de ejército heleno, en la misma tierra donde Pericles celebrara, muchos siglos antes, la victoria del “demos” frente a la oligarquía.

Volviendo a Walter Benjamin, fue este quien precisamente ya nos había advertido en la década de los años 30 del siglo pasado sobre la peligrosa ingenuidad que representa la fe en el progreso: “Asombrarse de que algunas cosas sean “todavía posibles” en el siglo XX, no es un asombro filosófico” Una sentencia dialéctica frente al idealismo manifiesto que encarnaban historiadores como el propio Benedetto Croce, pero también frente a un idealismo encriptado que caracterizaba a algunos destacados miembros de los cuadros intelectuales de la izquierda europea, incluso a algunos que se identificaban como “marxistas”

Es necesario recordar aquí que ese “asombro” sobre lo que supuso el fascismo en Europa, no debió ser sentido con la misma intensidad por los millones de africanos y asiáticos que habían conocido ya desde hacía décadas las prácticas atroces de dominación del imperialismo europeo y “civilizado” sobre sus pueblos. Como tampoco por los pueblos americanos que habían sufrido desde finales del siglo XV el brutal genocidio que acompañó a la denominada primera expansión europea, al triunfo del capitalismo mercantil, y a la implantación forzosa de la División Internacional del Trabajo. Un orden mundial que tenía como soporte principal un gigantesco incremento de la esclavitud. En otras palabras, a la victoria del esqueleto material de aquello que denominamos precisamente como “modernidad” “civilización” y “progreso”.

La Historia no se repite, es cierto, pero tiene ecos como afirmaba acertadamente Mark Twain, y hoy en el Viejo Continente vuelven a sonar los acordes de aquellos himnos a la “superioridad blanca”, se repiten los mismos o parecidos discursos del populismo xenófobo, y sobre todo vuelve la explotación política del miedo a gran escala, en una sociedad asolada por la gestión neoliberal y la destrucción de derechos sociales y políticos.

El acuerdo de la UE con Turquía sobre la denominada “cuestión de los refugiados” que huyen de la guerra en Siria constituye no sólo una violación flagrante del derecho internacional, sino también una inequívoca evidencia del progreso de la barbarie en tierras europeas en los últimos años. Pero no es el acuerdo en sí mismo lo verdaderamente alarmante por novedoso, ya que las violaciones del derecho internacional y de los derechos humanos por parte de gobiernos europeos no han sido nunca algo excepcional en la Historia ni mucho menos. Lo verdaderamente preocupante es el grado de aceptación social que tales aberraciones políticas y éticas está teniendo hoy en nuestras sociedades. Y este hecho sí constituye un perturbador eco presente del comportamiento de ciertos sectores sociales en la Europa de entreguerras. Algunos comentarios que hoy podemos encontrar en determinadas redes sociales y en medios de comunicación que no reciben respuesta ciudadana alguna, nos recuerdan a las brutales manifestaciones de Nuremberg, y a los alaridos bestiales jaleando a duces, führers y caudillos, o a las aberrantes afirmaciones que con pasmosa tranquilidad realizaban dirigentes políticos de la época, y no solo los cabecillas fascistas. Podemos recordar también a un supuesto demócrata y prohombre liberal como el primer ministro británico Lloyd George comparando a los polacos de Danzig con “chimpancés” en una de las sesiones del Tratado de Versalles en 1918.

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Eisenstaedt – Posseldörf, Hamburgo, 1979

Eric Hobsbawm marcó la fecha de 1914 y el comienzo de la I Guerra Mundial como el final de un periodo de lento retroceso de la barbarie en Europa. Hoy podríamos marcar, por paradójico que parezca, la caída del Muro de Berlín como el final de otro periodo de retroceso de la barbarie iniciado éste en 1945. Al menos por lo que se refiere al Viejo Continente. Porque el final de este último periodo se situaría, en realidad, una década antes para Gran Bretaña y EEUU. Fueron Margaret Thatcher y Ronald Reagan quienes encarnaron este nuevo avance de la sinrazón en la llamada “Revolución Conservadora”. Reagan se había retratado en 1969 siendo gobernador de California con un expedito llamamiento a que “corriera la sangre” de los jóvenes estadounidenses que se manifestaban en contra de la Guerra de Vietnam. Siendo ya presidente volvió a hacerlo cuando insultó gravemente la memoria de los voluntarios de la Brigada Abraham Lincoln que lucharon contra las tropas franquistas en la Guerra Civil, burlándose de aquellos combatientes como “perdedores que estuvieron en el bando equivocado”. Thatcher por su parte negó en 1987 la existencia de la sociedad: “No hay tal cosa como la llamada sociedad. Hay hombres y mujeres y hay familias” (sic). Sin duda ambos mandatarios encarnaban bién los principios antisociales y la brutalidad que caracterizan a eso que denominamos barbarie. Pero desde 1989 los principios de esa “Revolución Conservadora” comenzaron a hacerse presentes también en los programas políticos-manifiestos y ocultos-de la élites europeas y de sus mesócratas.

El problema fundamental, desde luego, fue la nula capacidad de respuesta de la izquierda europea a ese lento, comedido en el tiempo, pero implacable goteo de actuaciones políticas que llevaban el inequívoco sello de la “Revolución Conservadora” y del neoliberalismo. La izquierda europea mayoritaria política y sindical fue aceptando, bajo la coartada moral del pragmatismo, la nuevas políticas de “ajustes” económicos, de desregulación de las relaciones laborales, de desmantelamiento de derechos sociales, programadas por la nueva aristocracia financiera en la última década del siglo XX.

No menos importante ha sido la ofensiva cultural diseñada desde esos mismos sectores sociales y políticos. La proyección social masiva de “valores” y “modelos de vida” basados en paradigmas burgueses, individualistas y antisociales a través del poder mediático y de la industria del cine, no tuvo tampoco adecuada respuesta, ni contención alguna por parte de la izquierda mayoritaria. Este proceso de aculturación de masas ha sido sin duda un gran éxito para sus diseñadores, tanto en su versión neoconservadora, como en su versión pseudoprogresista. Una y otra apariencia sostienen de hecho los mismos valores de fondo, inculcados a fuerza de repetirlos sin descanso ni tregua.

Pero en realidad siempre ha habido al menos dos Europas muy distintas: la Europa de Moro, de Botticelli, de Miguel Angel, de Spinoza, de Hölderlin, de Goethe. Y la Europa de los Fugger, de los Alba, de los Habsburgo, de los Pizarro, de los Cortes, de los Borbones. La Europa de Genet, de Bretón, de los hermanos Mann, de Miguel Hernandez, de Bergamín, o de Cavafis; y la de los junkers, la Volkswagen, la Fiat, los Botín, la de Hitler, Mussolini, Franco, Papadopoulos… y por resumirlo con la expresión de un antagonismo actual revelador, la Europa del poeta Joseba Sarrionaindia y la de Mariano Rajoy.

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Eisenstaedt- Volkswagen, Mittenwald, Marzo 1980.

Ha sido esa Europa gris de los banqueros y de los “civilizadores” a cañonazos, no lo olvidemos, la que constituyó el escenario en el que desde 1989 y la derrota del llamado “socialismo real”, se fueron asentando las condiciones para la formación del paisaje histórico del presente: la irrupción del capitalismo financiarizado y la crisis de la segunda década del siglo; las políticas de austeridad forzosa y la erosión de derechos políticos; el auge de la extrema derecha en el continente; la explotación política del miedo a gran escala con la inestimable ayuda ahora del yihadismo ultrarreaccionario. Lo que significa , en fin, el nuevo progreso de la “barbarie”.

Pero frente a este nuevo progreso de la barbarie hay todavía posiciones que es posible y necesario resguardar. En las dos décadas finales del siglo XX hubo también algunas barricadas protegidas todavía en la vieja Europa. Tal fue el caso del Movimiento de Liberación Nacional Vasco, o de las postreras expresiones del Movimiento de la Autonomía Obrera italiana, entre otras. Estas barricadas defendidas a contracorriente -como en su día quiso Benjamin- supieron, a pesar de sufrir feroces persecuciones , mantener viva la llama de la lucha contra la barbarie. Si los nuevos movimientos sociales emergentes han podido encontrar hoy esa antorcha aun encendida y esa barricada aun no asaltada por el bárbaro enemigo, se debe también, no sería honesto olvidarlo, a la firmeza de aquellas resistencias graníticas. Resistencias que tuvieron sus grandes aciertos y sus tremendos errores. Pero es que así ocurre siempre con los protagonistas colectivos de los los procesos históricos.

Somos conscientes, por otra parte, de que la utilización de términos como “barbarie” y “civilización” como elementos antitéticos, constituye más la expresión de una cosmovisión idealista que un antagonismo histórico. Hemos querido aludir aquí más a esa contraposición a la que se refería Hobsbawm, que a la que señalaba Croce. Después de todo, el avance de la barbarie en el mundo ha ido de la mano de la expansión político-militar de la civilización occidental, o más precisamente de la “Civilización del Capital” como la denominó Ignacio Ellacuría.

En ese sentido la única oposición real a la barbarie solo puede ser la cultura del socialismo. De un socialismo que debería estar, por otra parte, siempre en construcción, como la misma Historia. La cultura del capital no es sino un sinónimo de la misma barbarie , como se puede comprobar echando un simple vistazo a cualquier manual de Historia Moderna, empezando por ese periodo que se denomina la “Era de los descubrimientos geográficos, siglos XV y XVI” título que esconde con bondadosa licencia escribana lo que se debería denominar en realidad como la “era de la brutal expansión del capital mercantil allende la mar oceana”.

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Eisenstaedt- Leninplatz, Berlin del Este, 1979

No debería haber duda de que la renuncia a la alternativa socialista por la izquierda europea mayoritaria fue un factor importante en el desarrollo de la entropía histórica. El posibilismo había arrastrado ya a la vieja socialdemocracia a la defensa del orden del capital desde la década de los años 60 con el espejismo del crecimiento capitalista ilimitado. Pero la derrota en la Guerra Fría del campo socialista llevó también a otros sectores de la izquierda europea a una renuncia de facto de sus objetivos estratégicos. Lo que debería haber sido un punto de inflexión y de reflexión profunda sobre los graves errores del “socialismo real” y un momento extraordinario para construir de forma crítica y dialéctica las bases de un socialismo europeo del siglo XXI, se convirtió en una prolongación de la victoria táctica del imperialismo sobre espacios que rindieron sus posiciones inopinadamente.

La derrota del “socialismo real” devino así en una retroceso provisional, pero global, del movimiento obrero europeo y de las conquistas democráticas alcanzadas por éste en dos siglos de luchas incansables. Provisional, no obstante, porque se engañan quienes creen que la victoria político-militar sobre la URSS y el llamado “socialismo real” es igual a una derrota total sobre el socialismo, o a la definitiva victoria histórica del capital. Definitivo e “histórico” son, después de todo, términos contrapuestos. Como recuerda a este respecto Josep Fontana: “En 1815 los jóvenes que habían vivido con entusiasmo la Revolución Francesa podían creerla enterrada” también entonces de forma “definitiva”. Pero bastaría con echar otro vistazo a un manual, esta vez de Historia Contemporánea, para comprobar cuan equivocados estaban.

Tenemos la posibilidad real de frenar hoy este nuevo avance de la barbarie. Pero eso no va a ser posible desde otras posiciones políticas que aquellas que defienden a la sociedad frente al capital. Capital y barbarie constituyen un binomio inseparable. Defender a la democracia, a los derechos sociales y políticos; y a la vida y a la creatividad social, solo será posible mediante la construcción de un nuevo modelo social basado en un orden económico radicalmente nuevo. Una distribución más justa de la riqueza, un desarrollo económico basado en la racionalidad y no en un crecimiento caótico, tal y como hoy se reclama desde distintas sensibilidades políticas, solo será posible finalmente -digámoslo sin complejos- mediante la conversión en propiedad social, en propiedad común, de los medios de producción y distribución, y en la expropiación social de los recursos financieros.

La defensa del medio natural, de la madre tierra y de su diversidad biológica y cultural solo será posible con la derrota del capital.

La victoria de la creatividad, de la razón y de la imaginación será posible también, pero después de que éstas hayan sido liberadas del embrutecedor y castrante yugo del salario.
Poe último, el final de estos terribles dramas humanos, las migraciones masivas de refugiados que huyen de una guerra provocada por otra crisis de reparto imperialista, será una realidad exclusivamente cuando hayan sido liquidadas sus causas. La historia de este tipo de guerras, y de este tipo de tragedias humanas es, después de todo, la historia del capital.
La disyuntiva fundamental sigue siendo hoy más que nunca: ¡socialismo o barbarie!.

Corresponsalía de Carlos Sánchez Vicente. Eraikuntza (grupo vasco de historiadores socialistas)

Todas las fotografías pertenecen a  Alfred Eisenstaedt, icónico fotógrafo del siglo XX.